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Lo que comemos siendo bebés condiciona nuestra salud futura


La llegada de un nuevo miembro a la familia siempre es una fuente de felicidad y de nuevas preocupaciones, entre ellas cómo proporcionarle la mejor alimentación posible.


Sonia González Solares, Universidad de Oviedo and Miguel Gueimonde Fernández, Instituto de Productos Lácteos de Asturias (IPLA – CSIC)


En los primeros momentos de la vida, esta decisión es relativamente sencilla puesto que la lactancia materna o, en su defecto, las fórmulas de inicio son las únicas alternativas posibles.

Desde el punto de vista científico, tanto la Organización Mundial de la Salud como las diferentes sociedades pediátricas recomiendan la utilización de lactancia materna exclusiva hasta los 6 meses de vida, siempre que sea posible y la madre desee amamantar. ¿Hay justificación para ese empeño?

Leche y microbiota

Además de los nutrientes, la leche humana es fuente de otros componentes bioactivos, como las inmunoglobulinas o los oligosacáridos. Y, aunque es menos conocido, contiene también bacterias que pasan de la madre al lactante, entre ellas las bifidobacterias.

Para intentar reproducir este efecto natural, y parecerse lo máximo posible a la leche materna, algunas fórmulas de inicio han optado por enriquecer sus productos con oligosacáridos de la leche materna (HMO) y es frecuente encontrar fórmulas de continuación con microorganismos probióticos.

La mayoría de las bacterias que tenemos en el organismo viven en el intestino, principalmente en el colon. Los primeros microorganismos llegan al tracto digestivo del recién nacido en el momento del parto y comienzan a establecer una microbiota intestinal que irá evolucionando a medida que el tubo digestivo va madurando. A diferencia de lo que ocurre en los adultos, que tienen un composición bacteriana más estable y variada, en los recién nacidos la microbiota es bastante simple y en evolución.

Mientras los niños están lactando, su intestino está poblado principalmente por bifidobacterias.

Varios factores ambientales, como la edad gestacional, el tipo de parto, el modo de alimentación del lactante, el uso de antibióticos, el consumo de prebióticos y probióticos o la dieta materna, tienen capacidad de influir sobre el establecimiento de la microbiota intestinal del bebé.

No es baladí: resulta que las alteraciones en la microbiota intestinal, denominadas disbiosis, se han relacionado con un mayor riesgo de sufrir alteraciones en el correcto funcionamiento del sistema inmunológico, como el asma o la alergia. Además de con trastornos metabólicos, como la obesidad o la diabetes.

Algunas de estas patologías pueden persistir a lo largo de la vida, por lo que un correcto manejo de la microbiota en edades tempranas (y una dieta adecuada) es esencial para la promoción de la salud futura del niño.

¿Y después qué?

A partir de los 6 meses, la leche materna puede ser insuficiente para garantizar todas las necesidades nutricionales del bebé, por lo que es necesaria la introducción de nuevos alimentos. La alimentación complementaria representa una etapa crucial en la que se debe alcanzar un equilibrio para garantizar los requerimientos energéticos y nutricionales del niño, permitiéndole que tenga un desarrollo adecuado a su edad y teniendo en cuenta su limitada capacidad digestiva.

En relación al tiempo, la Sociedad Europea de Gastroenterología Pediátrica Hepatología y Nutrición (ESPGHAN) establece que la introducción de alimentos complementarios no debe producirse antes de las 17 semanas, ni retrasarse más allá de las 26.

Lo que cuesta más no es saber cuándo empezar sino qué alimentos incluir. Qué productos se han de incorporar en la dieta, en qué momento hacerlo o qué textura es la más adecuada son cuestiones que nos abren un amplio repertorio de posibilidades. Desde el campo de la investigación en nutrición sería estupendo poder recomendar un patrón ideal. Sin embargo, es posible que no tenga demasiado sentido buscar una dieta estándar que sirva para todos ya que cada uno es diferente.

Existen tantas dietas como personas

¿Y qué pasa con la microbiota intestinal cuando los alimentos sólidos entran en escena? Es una pregunta clave.

En un trabajo llevado a cabo por nuestro grupo de investigación en los últimos años se ha descrito el cambio de la alimentación de casi 100 niños desde el momento del nacimiento hasta los 3 años de edad. A pesar de que, como se comentó previamente, existe una alta variabilidad en los patrones dietéticos, también hay características comunes.

Nuestros resultados confirman que el periodo de destete supone un paso clave para la transición de la microbiota intestinal y para la promoción de patrones dietéticos más afines a la dieta mediterránea a la edad de 1 y 2 años. Hemos observado que aquellos niños que a los 6 meses de edad tienen un consumo de energía moderado y han introducido los vegetales en su dieta tienen mayor probabilidad de un patrón dietético de tipo mediterráneo. Estos alimentos son fuente de fibras o hidratos de carbono complejos, como la inulina, oligofructosa o el almidón resistente, que sirven de “alimento” para que crezcan determinados grupos bacterianos como los Clostridios, que podrían ser beneficiosos para la futura salud del recién nacido.

Un trabajo pionero, en el que se comparó la microbiota de niños europeos que vivían en ciudades y de niños africanos de una zona rural, puso de manifiesto que posiblemente el exceso de azúcar, grasa animal y alimentos densos en calorías en los países industrializados esté cambiando la actividad metabólica de la microbiota.

De hecho, la microbiota de los niños de Burkina Faso, que consumían básicamente una dieta rica en cereales, les permitía extraer más energía de los polisacáridos complejos generando compuestos con acciones antiinflamatorias. Y menos inflamación, claro, implica mejor salud.

Sonia González Solares, Profesor Titular de la Universidad de Oviedo. Investigadora del grupo dieta microbiota humana y salud del ISPA, Universidad de Oviedo and Miguel Gueimonde Fernández, Investigador Científico, Instituto de Productos Lácteos de Asturias (IPLA – CSIC)

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.