Hay quienes tienen reservas ideológicas contra las vacunas. La única solución es que la inmunización contra enfermedades habituales y peligrosas sea un derecho humano, incluso superior a la voluntad de los padres.
En las últimas semanas vuelven a acumularse las informaciones sobre brotes de sarampión. Según UNICEF, esta peligrosa infección está ganando terreno en casi 100 países. Las zonas en guerra o en crisis, como Yemen o Venezuela, se ven especialmente afectadas. Pero también hay epidemias en países industrializados, como Ucrania, Filipinas, Brasil y Serbia, y en regiones tan pacíficas como Madagascar. En los últimos días, se reportaron nuevos casos en Nueva Zelanda y en la ciudad alemana de Hildesheim. Es algo que nunca tendría que haber ocurrido, ya que las dos dosis de vacuna contra el sarampión que se administran durante el primer año de vida del niño otorgan una inmunidad de por vida.
Tolerancia cero hacia la obstinación ideológica
Pero, precisamente en países desarrollados como Alemania, la vacunación básica de los niños no puede darse por hecha. Hay padres que tienen reservas ideológicas contra las vacunas. Y, legalmente, son libres de decidir si vacunar o no a sus hijos. Son personas que se permiten una arrogancia poco solidaria. Porque suponen que la protección conseguida por el resto de la población gracias a las vacunas les beneficia a ellos y a sus hijos. Es una actitud superficial y egoísta y conduce a situaciones como la de Hildesheim, donde ha habido que excluir de las escuelas y los jardines de infancia a los niños no vacunados.
Los padres atentan así por partida doble contra los derechos universales de sus hijos. Por un lado, contra su integridad física, porque una infección de sarampión puede ser mortal o tener consecuencias graves de por vida. Por otro lado, atenta contra su derecho a la formación, porque los niños no vacunados pueden verse excluidos de la vida pública.
Proteger mejor a los médicos de las demandas
Todo ello es posible gracias a una jurisprudencia absolutamente paradójica, que tiende a culpar de todo a los médicos. La vacuna es considerada como una «lesión física” cometida por el médico si, tras su administración, aparecen efectos secundarios y los padres no fueron advertidos exhaustivamente sobre los riesgos. Pero si el niño enferma de sarampión, el médico provoca igualmente una lesión por no haber vacunado y tal vez por no haber advertido con la suficiente insistencia de las severas consecuencias de no vacunarse. Las primeras víctimas de esta situación son, naturalmente, los niños, que no pueden defenderse, pero también los médicos, a quienes rápidamente se acusa de haber dado las suficientes explicaciones.
Ese lío legal no da seguridad ni a los médicos, que deben enfrentarse con los obstinados padres, ni a los profesores, que desean evitar los contagios en las escuelas. Y aún peor: refuerza la irracional ideología de los escépticos de las vacunas. La única solución es que la inmunización básica contra las enfermedades más habituales y peligrosas sea un derecho humano. Ni siquiera los padres podrían privar a sus hijos de ese derecho. Y a los médicos se les debe eximir de la responsabilidad de la administración de las vacunas cuando implementen este derecho del niño. Si no puede ser de otra manera, médicos oficiales deben aplicar las vacunas en las escuelas. También está claro cuáles deben administrarse: todas aquellas contempladas en el calendario de vacunación de la comisión de vacunas responsable. Sin excepciones.
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