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Psicomotricidad en educación infantil: moverse, no estarse quieto, es lo que ayuda a aprender


Nuria Pérez, Universidad Autónoma de Madrid and Mª Pilar Rodrigo Moriche, Universidad Autónoma de Madrid


¿Cuánto debería moverse un niño o una niña de entre 3 y 6 años? La ONU recomienda tres horas al día. Pero en muchas escuelas españolas los niños de 5 años pasan el 89 % de su jornada escolar sin moverse. Surge una fricción estructural en esta etapa educativa: la infancia necesita moverse y jugar más, mientras que la escuela necesita que se quede quieta.

El niño se mueve porque es la manera en que existe, explora y se constituye como sujeto. El juego espontáneo no es accesorio ni un mero gasto de energía, sino un proceso vital en el que se integran lo biológico, lo psíquico y lo relacional, como demuestran perspectivas como la Práctica Psicomotriz Aucouturier.

No debemos reducir el movimiento infantil a un problema de conducta, ni interpretar la inquietud corporal como signo de inmadurez o falta de control, sino como expresividad motriz, es decir, como lenguaje a través del cual el niño comunica necesidades, elabora emociones, construye vínculos y desarrolla inteligencia.

Si se acepta este principio, la pregunta cambia de lugar: en lugar de preguntarnos “¿Cómo hacer que el niño se mueva menos?”, la tarea docente pasa a ser “¿Cómo acompañar y dar sentido a ese movimiento, para que sea fuente de desarrollo y aprendizaje?”.

Sin movimiento no hay desarrollo pleno

La escuela, por tanto, se enfrenta a un desafío crucial: abandonar la obsesión por la quietud como sinónimo de aprendizaje y reconocer que sin movimiento no hay desarrollo pleno. Esto no significa renunciar al orden o a la enseñanza de contenidos, sino repensar las condiciones pedagógicas para que el cuerpo sea la base del aprendizaje.

Y así se ha intentado en las últimas décadas. La psicomotricidad ha ido ganando presencia en los centros de educación infantil en España. A partir de la reforma educativa de los años noventa, y más recientemente con la LOMLOE, se ha empezado a reconocer su valor como herramienta práctica para favorecer el desarrollo infantil y el aprendizaje.

¿Qué es exactamente “psicomotricidad”?

Sin embargo, en paralelo a este avance, en educación infantil persiste una confusión entre “psicomotricidad”, “motricidad” y “neuromotricidad”.

La motricidad busca el desarrollo de habilidades funcionales de movimiento (caminar, trepar, correr); la neuromotricidad trabaja específicamente sobre las funciones ejecutivas del cerebro (planificación, memoria de trabajo, flexibilidad cognitiva y y control inhibitorio) para que el niño organice sus pensamientos y comportamientos; y la psicomotricidad se basa en el juego para contribuir al desarrollo integral de la persona: cualquier movimiento o juego no implican “psicomotricidad”.

Cuando el malestar emocional se hace físico

Cuando observamos a una niña que es un poquito más “torpe” en sus movimientos; a un niño que coordina peor, o con excesiva tensión muscular (o lo contrario); incluso en casos en los que vemos que la regulación emocional y la comunicación y relación con los iguales no son óptimas, estamos hablando también de alteraciones del desarrollo psicomotriz.

Estas alteraciones psicomotrices no tienen un diagnóstico clínico. Los expertos en psicomotricidad las consideran “somatopsíquicas”: es decir, no solo funcionales sino emocionales y relacionales. No suelen detectarse en la consulta de pediatría, antes de la escolarización: por ejemplo, al llegar a la escuela aparece un 12 % de sospecha de trastorno del desarrollo de la coordinación.

Más que una lista cerrada de síntomas, se trata de una serie de manifestaciones de malestar en diferentes dimensiones del desarrollo, como por ejemplo:

  • Alteraciones en el tono corporal (hiper/hipotonía): cuerpo muy tenso o “blando”.
  • Agitación y exceso de movimiento sin un “para qué”: deambula, choca, salta de una tarea a otra.
  • Bloqueo o inhibición: presenta una quietud rígida, evita iniciar actividades o establecer contacto con otros.
  • Torpeza y equilibrio: experimenta tropiezos o derrames muy habituales, evita recortar o abotonar.
  • Espacio-tiempo desajustados: calcula mal las distancias, la duración de las actividades y de los turnos.
  • Juego simbólico pobre o repetitivo: le cuesta imaginar, sostener escenas de “como si” o pasar del juego corporal a la representación en papel o construcciones.
  • Relación invasiva o evitativa con sus iguales.
  • Frustración desregulada: estallidos o tristeza ante los límites.
  • Tics o estereotipias puntuales: movimientos repetidos en tensión.
  • Somatizaciones: quejas físicas sin causa médica clara que limitan la acción.

Lo que se puede hacer en el aula

La cuestión no es corregir conductas aisladas, sino analizar a qué malestar responden y ofrecer experiencias pedagógicas para superarlo.

Aquí, el rol docente es decisivo. El psiquiatra y psicoanalísta argentino Enrique Pichon-Rivière, con su “teoría del grupo operativo”, invita a entender el aula como un espacio donde el grupo aprende y se transforma, y donde el adulto coordina, contiene y facilita.

Esa coordinación no consiste solo en poner normas, sino en leer “señales” del grupo que revelan necesidades, posibilidades u obstáculos y reformular la tarea docente en función de lo que necesitan. Por ejemplo: cambiar los tiempos o modos de participación, ofrecer apoyos intermedios o ajustar las demandas al momento madurativo.

Desde esa lectura, se pueden ofrecer experiencias corporales y simbólicas como las que se dan en la sala de psicomotricidad, que permitan a cada niño volver a jugar, regularse y estar disponible para aprender: un ritual cotidiano de encuentro con el grupo, el juego sensoriomotor, la utilización de cuentos y la representación a través del dibujo y la construcción.

Un enfoque global, no actividades sueltas

La psicomotricidad es una práctica con un encuadre específico que no se puede reducir a actividades sueltas en el aula. Requiere condiciones de tiempo, espacio, materiales y acompañamiento profesional. Para beneficiarse del movimiento como motor del aprendizaje, es ideal que haya una sala de psicomotricidad en cada centro y de sesiones integradas en el horario escolar.

Si aceptamos que el juego y el movimiento son el lenguaje natural de la infancia, pedir una quietud prolongada pierde sentido pedagógico. La psicomotricidad y el trabajo grupal ofrecen claves para acompañar desde el aula. El reto está en enseñar a las maestras y maestros a actuar con sensibilidad y conocimiento. Quizá así podamos transformar las escuelas en espacios donde moverse no sea un problema, sino una forma legítima de aprender, crecer y estar en el mundo. ¿No es ese, al fin y al cabo, el propósito de la educación infantil?

Nuria Pérez, Doctoranda investigadora en Psicomotricidad y primera infancia, Universidad Autónoma de Madrid and Mª Pilar Rodrigo Moriche, Prof. Ayudante Doctor del departamento de Pedagogía – Directora Escuela UAM de Animación, Universidad Autónoma de Madrid

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.