
El mundo está envejeciendo a un ritmo sin precedentes. Según la Organización Mundial de la Salud, en 2030 una de cada seis personas tendrá más de 60 años, y en 2050 este grupo alcanzará los 2 100 millones.

Jaime Barrio Cortes, Universidad Camilo José Cela
Llegar a edades más avanzadas es un logro de la sociedad moderna, pero no siempre va acompañado de buena salud. Se calcula que entre el 10 % y el 50 % de los mayores de 65 años presentan fragilidad, especialmente a partir de los 80, mientras que la discapacidad afecta a 1 300 millones de personas en todo el mundo (es decir, al 16 % de la población). Mantener la autonomía y la calidad de vida de los mayores es, por tanto, una prioridad de salud pública global.
Aunque vivimos más años que nunca, no siempre lo hacemos con la salud que desearíamos. La fragilidad es habitual y silenciosa: pasa desapercibida hasta que se producen caídas, hospitalizaciones o pérdida de independencia. Sin embargo, lejos de ser un destino inevitable, puede detectarse a tiempo y, con intervenciones sencillas, prevenirse o incluso revertirse.
Qué significa ser “frágil”
La fragilidad es un síndrome multidimensional que no equivale simplemente a envejecer. Muchas personas de 80 o 90 años mantienen plena independencia, mientras que otras experimentan pérdida de fuerza y energía en edades más tempranas. Entonces, el organismo dispone de menos reservas fisiológicas y responde con mayor dificultad a situaciones de estrés como una infección, una caída o una cirugía.
Los signos más característicos son la debilidad muscular, la fatiga persistente, la lentitud al caminar y la pérdida de peso no intencionada. Una persona frágil todavía puede realizar sus actividades diarias, pero lo hace con menor eficacia y mayor riesgo de complicaciones. Sin un abordaje temprano, esta vulnerabilidad puede progresar hacia la discapacidad, es decir, la dificultad para vestirse, bañarse, cocinar o moverse de forma autónoma.
Cómo se relacionan la fragilidad y la discapacidad
Aunque estrechamente ligadas, la fragilidad y la discapacidad no suponen lo mismo. La primera se puede revertir, mientras que la segunda tiende a ser más estable e irreversible. Sin embargo, ambas condiciones suelen coexistir y se retroalimentan: la fragilidad aumenta el riesgo de discapacidad, y la discapacidad acelera el deterioro físico y psicológico.
Además, tanto una como otra no solo afectan a la salud individual, sino también al entorno familiar y social. Cuando una persona mayor desarrolla fragilidad o discapacidad, aumenta la carga de cuidados que deben asumir sus allegados y el sistema sociosanitario, con consecuencias emocionales, económicas y laborales.
Cómo detectar la fragilidad a tiempo
El gran reto es que la fragilidad no siempre resulta evidente. Por eso los expertos recomiendan realizar cribados periódicos a partir de los 70 años en consultas de atención primaria. Existen pruebas sencillas como medir la fuerza de agarre con la mano o la velocidad al caminar unos metros y realizar cuestionarios breves que ayudan a identificar a las personas en riesgo.
Reconocer este estado de forma precoz es crucial, ya que en ese momento las intervenciones tienen mayor impacto. Además, la educación sanitaria juega un papel fundamental: si la población y las familias saben reconocer signos como la fatiga crónica, la reducción de actividad o la pérdida de peso, será más fácil pedir ayuda a tiempo.
Estrategias de prevención
La buena noticia es que la fragilidad no es inevitable. Numerosos estudios muestran que adoptar ciertos hábitos puede retrasar o incluso prevenir su aparición.
- Actividad física regular: el ejercicio es la intervención más efectiva. Programas que combinan fuerza, resistencia, equilibrio y flexibilidad –como caminar, hacer ejercicios con bandas elásticas y practicar yoga o taichí– reducen el riesgo de caídas, mejoran la movilidad y refuerzan la masa muscular. Es importante que sea adaptado a las capacidades de cada persona y que resulte agradable y sostenible en el tiempo.
- Nutrición adecuada: una alimentación equilibrada, con suficiente proteína diaria (carne, pescado, legumbres, lácteos), es clave para preservar músculo y energía. También son fundamentales la vitamina D, el calcio y la vitamina B12, nutrientes que suelen escasear en mayores y que influyen en huesos, músculos y sistema nervioso. Mantener una buena hidratación resulta igualmente esencial.
- Cuidado de la mente y el ánimo: el deterioro cognitivo y la depresión a menudo se asocian a la fragilidad. Participar en actividades intelectuales (leer, aprender cosas nuevas, resolver juegos), mantener vínculos sociales y pedir apoyo psicológico cuando es necesario ayuda a conservar la motivación y la autoestima.
- Redes sociales y comunitarias: el aislamiento es un gran enemigo del envejecimiento saludable. Contar con amistades, familia, asociaciones o centros comunitarios no solo aporta compañía, sino que también favorece la adherencia a rutinas saludables y proporciona ayuda en momentos de necesidad.
- Revisiones médicas y manejo de la medicación: controlar enfermedades crónicas como hipertensión, diabetes, fibrilación auricular o insuficiencia cardíaca evita complicaciones que precipitan la fragilidad. Además, la polimedicación (tomar muchos fármacos a la vez) puede aumentar riesgos como mareos o caídas; por eso es recomendable revisar periódicamente los tratamientos con un profesional de salud.
Una mirada social y colectiva
La prevención de la fragilidad no depende solo de las decisiones individuales. También influyen el entorno y las políticas públicas. Ciudades amigables con las personas mayores, con calles accesibles, transporte adaptado, espacios verdes y servicios comunitarios, favorecen un envejecimiento activo y seguro.
Además, invertir en programas comunitarios de ejercicio, nutrición y apoyo a cuidadores reduce la carga sobre hospitales y residencias, a la vez que mejora la calidad de vida de las personas mayores.
La fragilidad y la discapacidad no deben asumirse como un destino inevitable de la vejez. Detectar la fragilidad temprano y actuar con medidas sencillas –ejercicio, buena alimentación, vínculos sociales y revisiones médicas– permite conservar la independencia y retrasar el deterioro.
En definitiva, se trata de cambiar la mirada sobre el envejecimiento: en lugar de esperar a que aparezcan las complicaciones, adoptar un enfoque preventivo y activo que favorezca una vejez más saludable, autónoma y plena.
Jaime Barrio Cortes, Médico de familia e investigador senior en Fundación para la Investigación e Innovación Biosanitaria en Atención Primaria (FIIBAP). Director del Máster en Salud Escolar y docente en Facultad de Salud, Universidad Camilo José Cela
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
